Infinidad de puntos blancos invadían la estación del ferrocarril
y todos los pasajeros que pasaban por allí no entendían
la forma tan particular de su decoración.
En la noche la gente prefiere no viajar, por lo que el trabajo se hace más tranquilo, por el día trabajo en la oficina de la Sociedad de Ferrocarriles.
Una de las tantas noches, en la que me tocó reemplazar a uno de mis compañeros en la estación, estaba demasiado cansado, me senté en el respectivo puesto de vigilancia, comí poco y comencé a leer un interesante libro que por mucho tiempo había abandonado; sereno y un poco dormido, miré por la ventana. No leí demasiado pues ya tenía los ojos cerrados, claro detalle que se puede percibir al estrellar mi nariz contra el frío cristal. Confundido, abrí los ojos y ahora sí, veo, veo la ciudad tras la ventana, las estrellas confundidas con las luces de la ciudad que nunca duerme y cómo el calor de las calles se alza vaporizando la oscura noche. A lo lejos la luna se arremolina sobre la ciudad como si quisiera devorársela entera. Abrí la ventana, di tres pasos y, sin pensarlo dos veces, me tiré de cabeza al vacío. Volar sobre la ciudad, ver las estrellas que se abrazan con la luna es mi pasatiempo favorito, la vista que de allí arriba se ofrece, no tiene comparación, por algo me gusta estar aquí todas las noches.
Hoy no es una noche normal, de hecho ningún día es como los demás. De pronto detecté algo particular y volé más bajo, rozando peligrosamente los rieles sobre la estación, la misma en la que trabajo de día y cuido en las noches, allí descansaban cinco pingüinos. Una vista tan poco frecuente despertó mi curiosidad, me acerqué a los animales y permanecí a su lado, flotando en el aire de la tenue noche. Conversar con ellos sería inútil – pensaba – pero los pingüinos no hablan, eso es obvio.
- ¿Cómo estás? – dijo uno de los pingüinos repentinamente, mientras se acomodaban. No creí en lo que escuchaba, pero con actitud de asombro respondí: - pero... ¿eres un pingüino, verdad? ¡es que los pingüinos no hablan y mucho menos viven en este lugar!.
- ¡Ah sí! —murmuró uno de los pingüinos, un poco aburrido —, ¿y es que no te han dicho que los humanos no vuelan?
—Sí... Bueno, pero es que no sé, no puedo evitarlo, de repente estuve volando por toda la ciudad y llegué hasta acá ¿te parece malo?
—No, para nada, yo lo hago muy a menudo. Pero me gusta más hablar y pintar que volar.
—¿Será porque es algo que no deberías hacer? —pregunté.
—No creo, me gusta más hablar y sobre todo pintar que volar porque requiere menos esfuerzo y de hecho nos sentimos más tranquilos pintando el lugar que quisiéramos para vivir, puesto que nos han desterrado de allí, de nuestro mundo ¿entiendes?, nos encanta pintar, pintar el frío hielo en la oscura noche, somos pingüinos pintores.
- y ¿qué tal si yo les ayudo a volver a casa?
- ¡No sería mala idea! puesto que sentimos que ya no podemos, sin embargo nos gustaría terminar nuestra obra!
- Y... ¿si les ayudo?
- OK —contestó el pingüino.
Y todos viendo al hombre terminar su pintura, se sintieron agradecidos.
Ya la luz de la aurora comenzaba a penetrar mi rostro y mi compañero de turno comenzó a preguntarme qué había sucedido, pues la estación estaba llena de puntos blancos como si el polo sur estuviera invadiendo la estación.
—Perdón, es que estaba charlando con un grupo de pin...estem, con un grupo de pintores, enviados por la sociedad de ferrocarriles para hacer algunos cambios aquí.
—Bueno, creo que ya puedes descansar, pero necesito que me cubras esta noche nuevamente, si puedes.
—No, no lo creo, ya sabes que después de estos turnos quedo agotado.
—Está bien, pero en vez de ponerte a leer ese libro que tantas cosa raras de hace imaginar, puedes ponerte a pintar (otro de tus hobbies favoritos)...
—Ya sé, ya sé.
Luisa Fernanda Bran. |