En la calmada y tranquila calle se observa a lo lejos que un hombre entra a una casa y espera en silencio a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Michel dormía al fondo, afuera una ligera lluvia empañaba los cristales de las ventanas. Acariciando en sus manos el revólver pudo caminar por entre los muebles, en la penumbra oía como un rumor los ronquidos de Michel.
- “¿Qué hago ahora?”, se preguntó.
A través de la ventana se observaba que la lluvia aumentaba, se escuchaban truenos, se veían los relámpagos, además se podía ver la sombra de los árboles al viento que opacaban la luz de los faroles de la calle. Caminó hacia la habitación que parecía ser una oficina, en la que había una mesa repleta de libros, una máquina de escribir, algunas hojas en blanco y una botella de brandy. Revisó en las gavetas y no encontró nada.
Pasó a un cuarto más amplio, donde había tres camas, además algunos libros. Vestía ropa negra y apretada y una capucha que sólo dejaba ver sus ojos.
Leía manuscritos corregido como si buscara algo. “Lo tiene bien escondido”, pensaba y seguía buscando.
La tormenta aumentaba y las luces de afuera amenazaban por quedarse apagadas.
De repente oyó que el ronquido de Michel cesaba y el susurro cada vez más cercano de unas pantuflas afelpadas, se escondió en el armario y desde allí observó al joven que se dirigía al baño. Otra vez se acercaron las pantuflas, que sin sospechas se detuvieron en la puerta del cuarto y él apretó por instinto el arma, pero Michel siguió caminando a su habitación y en breves minutos se quedó dormido.
La búsqueda no prosperaba, se movió por toda la casa, evitando al cuarto del joven. Abría libros, levantaba almohadas y sábanas viejas, colchones, pero no aparecía lo que lo había llevado allí, tanta búsqueda lo empezó a desesperar pero decidió guardar la calma.
Sólo tenía que buscar.
Después del último intento, confuso, se dirigió hacia el fondo de la casa, más allá del comedor, chequeó el revolver. Afuera las luces ya se habían apagado por completo.
Michel dormía boca arriba, acurrucado con su sobrecama, el hombre lo miraba con terror, con sigilo examinó el cuarto, y cerró las puertas.
El disparo sonó en medio de la madrugada, disimulado por un trueno que estremeció los cristales.
A la mañana siguiente Clara, la señora del servicio, como todos los días se dirigió a la habitación sin imaginarse lo que había sucedido, acongojada y asustada llamó al comisario de la región para contarle lo sucedido.
Xiomara Córdoba Pastrana |