Una semana después de su llegada a Medellín, después de 18 meses en Canadá, Lucrecia apareció por la zona en la que había trabajado durante tantos años de su vida y fue directo a la pensión en la que compartió sueños y penurias con su entrañable amiga Renata. Precisamente a ella venía a buscar, quería convencerla para que regresaran juntas a Canadá.
La sensatez le aconsejó vestirse como si todavía trabajara en esa zona; caminó con la soltura que le habían dado los años de manejar la calle. Le llamó la atención que las calles estaban semidesiertas, pero comprendió que el desfile de silleteros desplazaba la multitud a las calles vecinas. En el trayecto a la pensión saludó a un vendedor ambulante de cigarrillos y vicio que pareció reconocerla y a la gorda Élida, que inquirió gentilmente por su salud, sin querer ahondar en detalles, haciendo gala de la discreción que en los asuntos personales es de ley en el gremio. Subiendo las escaleras, Lucrecia recordó que siempre la habían confundido con Renata y que tal vez Élida la había saludado pensando que era Renata.
Llevaba consigo el llavero donde conservaba la llave del cuarto que compartía con Renata y unas cuantas llaves más de alcobas en pensiones vecinas donde solía encontrarse con clientes fijos. Abrió la puerta con su propia llave e irrumpió en el recinto con un paso de cumbia, como lo hacía siempre que llegaban contentas a descansar, quería sorprender a Renata, después de un año de separación, pero la sorprendida fue ella, pues encontró a su amiga muerta completamente desnuda, reclinada en su cama con mirada indiferente. Tenía una herida en la región izquierda del cuello y la sangre, que había sido atrapada por la almohada y el colchón, formaba una mancha oscura y seca.
Lucrecia se quedó unos segundos estática contemplando la escena desde la puerta. Días después, se asombraría de la serenidad con la que manejó la situación. Con sólo ver el cadáver de su amiga, tuvo la idea de culpar de su muerte a Alfredo. Ya no realizarían el sueño de volver a Canadá, pero había otro sueño que sí podían llevar a cabo juntas, hacer encarcelar a Alfredo, un acto de venganza y de justicia.
Pasada la primera impresión, cerró la puerta tras de sí y abrió el baúl que siempre tenían bajo de la cama, donde guardaban sus tesoros. Hacía las cosas mecánicamente pero con precisión; era como si su amiga muerta la estuviera dirigiendo para encontrar lo que buscaba. Vio en un fajo, atado con una cinta de encaje, todas las cartas que había enviado a su amiga desde Canadá. Las sepultó en su corpiño y siguió buscando; encontró un joyero con algunos aretes baratos y pasados de moda, algunas cadenas reventadas y una hoja de cuaderno, con la única nota que Alfredo le había enviado a su amiga. La colocó sobre el velador y siguió escarbando hasta encontrar lo que quería: una hachuela muy bien afilada, que estaba envuelta en una falda de paño, antiguo uniforme de Renata, de sus tiempos de colegiala. Lucrecia se desnudó, besó el cadáver de su amiga en la frente y le dijo, por lo menos uno de nuestros sueños, lo cumplirían entre las dos. Sintió un escalofrío, pues tuvo la sensación que el rostro indiferente, asentía. Vaciló sólo unos segundos y luego cortó la cabeza a su amiga teniendo la precaución de enrollar la falda de cuadros en el mango para no dejar sus huellas.
Se sorprendió al ver que no sangraba y volvió a dirigirse a su amiga para decirle: “Gracias por ayudarme; si hubiera sabido que no ibas a echar sangre, no me habría empelotado; pero no quería salir de aquí con mi ropa untada” Esta vez le pareció que la cabeza, ahora separada del cuerpo, sonreía. “Me voy a enloquecer” pensó y se apresuró a salir de ese lugar; ajustó la puerta sin cerrarla.
Salió a la calle; otras personas la saludaron sin efusión y comprendió que, como siempre, la estaban confundiendo con su amiga muerta. Caminó hasta la pensión donde solían encontrarse con Alfredo; también tenía la llave. El cuarto estaba solo, como la mayoría de las veces, y Lucrecia estuvo en su interior el tiempo justo para disponer debajo de la cama su envoltorio: la falda de cuadros, con la hachuela.
Salió del lugar y fue a sentarse en la mesa de un bar. Al pasar la calle, se cruzó con un muchacho joven que se quedó mirándola estupefacto; pero ella no se percató. En el bar tardaron en atenderla porque creyeron que era una de las muchachas.
Una de las coperas se arrimó y le dijo: “¿vos qué querés? Aquí no necesitamos competencia”. Chava sacó un billete y lo entregó a la muchacha y le dijo: “Dame dos aguardientes dobles y te guardas la devuelta y tranquila, que ya me voy”. La muchacha atrapó el billete y preguntó “¿Y para quién es el otro?” ¡Los dos son para mí! “Te los tragás y te largás”.
La muchacha trajo el servicio en silencio y salió a la puerta donde se estaba formando un corrillo alrededor de un joven que había caído desvanecido. Chava se tomó el primer trago doble y rememoró su vida pública y el tiempo que pasó al lado de Renata, su única amiga. Desfilaron por su mente sus planes y sus promesas. Cuando Lucrecia se tomó el segundo trago, la copera que entraba de nuevo le dijo “despégala pues” Lucrecia se incorporó y salió caminando lentamente.
Se aproximó al corrillo donde el muchacho ya empezaba a recuperarse. Sostenido por dos hombres, pálido y sudoroso repetía: “No puede ser, no puede ser” Cuando pudo enderezarse, se encontró directamente con el rostro de Lucrecia que lo miraba con curiosidad. Al hombre se le desorbitaron los ojos, dijo “Natía” y volvió a desmayarse. “Éste también nos está confundiendo”, pensó Lucrecia y comprendió que estaba frente al asesino de su amiga. Otra vez las personas trataron de auxiliarlo, pero el joven no respondió. Los hombres que trataban de reanimarlo se dieron por vencidos y lo declararon muerto, “que alguien llame a la policía”, “éste se murió convencido que soy un fantasma, hermanita, de modo que es como si vos misma te hubieras vengado”, pensó y recordó que a Renata siempre le agradó el parecido que tenían. Pasaban por hermanas gemelas; aunque procedían de pueblos distintos, cuando se conocieron en Medellín llevaban suficiente tiempo rodando de pueblo en pueblo, de lupanar en lupanar, para haber atenuado el acento de sus respectivos pueblos y hablar con el tono y el lenguaje más universal de los bajos fondos.
Se hicieron amigas desde el primer momento y durante muchos años no permitieron que las separaran, ni las circunstancias, ni el vicio, ni los proxenetas, ni las autoridades, ni los hombres, ni las otras mujeres de los negocios a los que llegaban.
Nadie sabía el verdadero nombre de Renata; se hacía llamar Naty y cuando Lucrecia, a quien todos llamaban Chava, se lo preguntó, Renata la miró a los ojos, dudó unos instantes y dijo casi gritando: “Re – na – ta” Fue la única vez que Lucrecia se sintió agredida por Renata, pero comprendió que ese no era el verdadero nombre y que no debía preguntar más. Para que quedara claro que había entendido el mensaje, afirmó con un tono seguro pero triste: “Yo sí me llamo Lucrecia Isabel”
Desde que se juntaron a vivir lo compartieron todo. Hasta los despechos amorosos; incluso compartían un romance con Alfredo, un agente viajero que venía a verlas cada 15 días entre viaje y viaje. Era la persona más culta que conocían, leía libros y les contaba historias de países lejanos; la velada con Alfredo, era para las muchachas un gran escape a su rutina, pues el hombre les pagaba a cada una el triple de lo que pudieran ganar en la noche que pasaban con él. Siempre que le preguntaban de dónde sacaba el dinero respondía “Es mejor que no se sepa” y si alguna de las dos insistía decía con severidad “yo soy un asesino, por eso sé tantas historias”, lo decía mordiendo las palabras y en un tono que infundía temor.
Algunas veces era Alfredo el que quería preguntar. Un día insistió en averiguar el verdadero nombre de Renata, pero hermética como siempre no soltó pista alguna. Dándose por vencido Alfredo decidió bautizarla y la llamó Ana Bolívar. Dijo que todas las mujeres se llaman Ana o María y que a ella la había conocido en el parque de Bolívar de modo que ese debería ser su nombre verdadero. Renata aceptó el mote con agrado y respondía presta cuando la llamaban así.
Una noche, en medio de una rasca, Alfredo les contó que estaba leyendo un libro llamado Los Reyes Malditos. Allí hablaban de una Lucrecia Borgia y de una tal Ana Bolena, de modo que rebautizó a sus amigas y desde entonces fueron Borgia y Bolena.
Renata disfrutaba de las historias de Alfredo como si estuviera viendo una película; Lucrecia siempre preguntaba: “¿Eso lo leyó en un libro o le pasó a usted?” Alfredo contestaba orgulloso: Eso lo leí en un libro que se llama “A sangre fría” de Truman Capote. O decía con el mismo orgullo: “No Borgia, esto no es literatura y esto lo hice yo”, Lucrecia, que lo creía capaz de las atrocidades que contaba, le preguntaba “¿Y por qué no te ha cogido la policía”, - “Porque yo soy más inteligente”, contestaba ufano y daba detalles de las coartadas que tenía, provenientes de la ubicuidad que le brindaba su actividad de viajero, que hoy está un lugar y mañana en otro. La policía pierde su tiempo en pistas falsas y el viaja a otro pueblo a hacer más atrocidades.
Algunas veces, después de la fechoría, salgo del pueblo antes que la descubran y cuando la policía inicia la investigación, yo me presento como recién llegado, me registro convenientemente para poder probar que llegué después que pasaran las cosas y de inmediato salgo de la lista de sospechosos.
Pero una historia que contó como tantas otras, llamaría la atención de Lucrecia:
Siempre atacaba a mujeres mayores y solas, las robaba y las mataba para que no quedaran testigos. Pero una vez tuvo que matar a tres y a un perro, porque le fallaron los cálculos. Era un lunes e irrumpió en la casa donde suponía a su víctima sola e indefensa, a las tres de la tarde; una hija colegiala no llegaría hasta las cinco y media de la tarde y el esposo no llegaría hasta las siete de la noche. Se encerró en la casa con la indefensa víctima pero olvidó al perro guardián que quedó afuera y comenzó a ladrar desesperada e incesantemente. Inmovilizó a su víctima y la violó; la mató y comenzó a saquear la vivienda buscando dinero y joyas. Estaba listo para salir cuando llegó la niña estudiante; había salidos unas horas antes por la ausencia de una profesora. La niña llegó despreocupadamente y calmó al perro, abrió la puerta y el perro se abalanzó al interior; la niña entró a la casa sin comprender la conducta del animal y apenas traspuso el umbral, el hombre le tapó la boca, le pasó una cuerda por el cuello y apretó y apretó hasta estrangularla, sin molestarse en desprenderse del perro que le mordía la pierna; cuando la niña cayó muerta, el hombre sacó un revolver y mató el perro. En ese instante entraba el esposo que se había sentido enfermo y tuvo que dejar el trabajo. Recibió otro disparo del asesino, que así y todo se tomó el tiempo para buscar elementos de primero auxilios y curarse la pierna herida. La casa quedaba en las afueras del pueblo y ningún vecino pareció percatarse de los ladridos del perro, ni de los disparos realizados. Alfredo huyó tranquilamente. Los cuerpos no fueron descubiertos hasta el día siguiente al medio día.
Lucrecia creyó reconocer en esta historia lo ocurrido a su familia; mantuvo la compostura para disimular sus sentimientos y formuló algunas preguntas para confrontar fechas, pueblos y detalles. Todo concordaba. Decidió hacerlo pagar por sus crímenes. Desde entonces se acabaron las veladas, pues Lucrecia se alejó por completo de Alfredo y le contó a su amiga qué clase de persona era, para que también se alejara de él, pero Renata pensaba que todos esos relatos eran invenciones de Alfredo y que Lucrecia estaba exagerando, además no podía separarse ahora que estaba esperando un hijo de él. A pesar de este cambio de actitud de Lucrecia hacia Alfredo, las mujeres seguían siendo amigas y nunca le explicaron al hombre la razón para el alejamiento de Lucrecia. El tiempo daría la oportunidad a Renata de desencantarse de Alfredo y de desear matarlo; pero Lucrecia la convenció que la muerte sola, no era pena suficiente para un hombre tan malo; era necesario que lo encerraran muchos años y que sufriera bastante en el penal.
Cuando Alfredo supo lo del embarazó le propinó una paliza que por poco mata a Renata. Fue la primera vez que las mujeres acudieron a la policía. Se inició un proceso, pero el hombre convenció a Renata para que retirara los cargos y que él la asistiría económicamente ahora que sus ingresos se veían disminuidos por la limitación de su trabajo que imponía el embarazo. Así fue. El resto del embarazó se portó muy bien, volviéndose muy solícito con ella y disponiéndolo todo para recibir el bebé; alquilaron una finca en un corregimiento cercano e hicieron los arreglos para que, llegado el momento, fuera fácil acudir al centro de salud.
Pero el día del parto las cosas fueron distintas: En el momento preciso no apareció ningún médico como lo había prometido Alfredo, ni ningún vehículo para transportarla; sólo estaban los dos. Él atendió el parto y el niño nació fuerte y vigoroso, pero Renata se desmayó tras oír el primer llanto de su hijo. Cuando se recuperó Alfredo le aseguró que el niño había nacido muerto y que él lo había sepultado en el cementerio de la vereda.
Renata y Lucrecia fueron a la policía. A Alfredo lo llamaron a declarar, pero no encontraron pruebas para inculparlo. El certificado de defunción del niño, expedido por el inspector del corregimiento, decía “Deceso” y el informe policial decía: “Nació muerto” Apareció incluso una “comadrona” que juró haber asistido el parto y describió con lujo de detalles el momento, convenciendo a las autoridades que Renata había estado bien atendida y que Alfredo se había portado diligente.
Renata supo desde siempre que Alfredo lo había matado y cortó la relación con el agente. Éste le mandó una nota escrita en una hoja de cuaderno que decía que “Ana Bolena murió decapitada y así morirás tú si no vuelves a visitarme” Una tarde se presentó en el cuarto de las mujeres y trajo una hachuela recién comprada y la clavó detrás de la puerta diciendo: “con esto te voy a cortar la cabeza un día de estos”.
Lucrecia tenía la certeza que eran amenazas verdaderas, pero Renata pensaba que eran simples fanfarronadas. Fue Lucrecia quien tomó la iniciativa para esconderla; abrió el baúl que mantenían debajo de la cama; sacó la faldita del uniforme de paño que Renata conservaba como un recuerdo del colegio; envolvió el arma aún pegada de la puerta procurando no borrar las huellas de Alfredo y forcejeó hasta que la aflojó y al fin pudo retirarla de la puerta; la envolvió bien con la misma faldita de cuadros y la metió en el baúl.
Las mujeres acudieron de nuevo a la inspección de policía y esta vez, Alfredo recibió una advertencia, pero nada más.
Alfredo siguió rondándolas, acechándolas y varias veces más las mujeres acudieron a la policía, pero nunca podían probar nada. A pesar que Lucrecia recordaba relatos escalofriantes, con lujo de detalles, no podía ubicarlos ni en una fecha precisa, ni en un lugar determinado, de modo que las autoridades terminaban por creer la versión que daba Alfredo: “Sólo son cuentos de borrachos para entretener la noche”
Cierto año, durante los festejos de la feria de las flores, las mujeres conocieron un turista canadiense que les compró sus servicios. El hombre se prendó de Lucrecia y la invitó a su país; las mujeres pensaron que eran promesas de borracho, pero el hombre escribía con frecuencia y daba instrucciones para que Lucrecia y Renata sacaran el pasaporte, hicieran los trámites de la visa y él pudiera volver por ellas.
Ellas fueron haciendo las vueltas sin ninguna ilusión real, como siguiendo un juego de niños; era algo que las sacaba de la rutina. “Mañana no arreglamos el pelo y nos sacamos las fotos” “el lunes nos vamos para tu pueblo a sacar la partida de bautismo” “y la otra semana vamos al mío”. Sin darse cuenta tuvieron todo en orden y así se lo hicieron saber al canadiense, más con la idea que les mandará más instrucciones que con esperanzas de que viniera por ellas. Pero un primero de diciembre el hombre se les plantó en el cuarto y les dijo “nos vamos”. Ellas se tomaron todo el mes para pensarlo y el dos de enero salieron del país.
El clima le sentó muy mal a Renata que se pasó lamentándose hasta el final de la primavera. Cuando el canadiense empacó maletas para la feria de las flores, Renata le dijo que quería regresar a Colombia. El hombre dijo que sólo podía traer a una, de modo que Lucrecia se quedó sola los 15 días que el Canadiense disfrutó los festejos en Medellín.
Renata volvió a su antigua vida en los bares y para diciembre ya había logrado rentar el mismo cuarto que tantos años compartió con Lucrecia, con la que continuaba comunicándose por carta. La invitó a visitarla y Lucrecia le contestó: “Cuando yo vuelva a Medellín es porque voy por vos, para que te vengás conmigo”
Pero Lucrecia tuvo que regresar sola a Canadá.
La policía no tuvo dificultades para capturar a Alfredo. Encontraron la nota con su puño y letra sobre el velador al lado de la cama de la víctima. Todos los que conocían la víctima, a la que llamaban “Naty” y nadie sabía más datos sobre ella, la asociaban con Alfredo, el agente viajero que solía venir cada 15 ó 20 días y dormía en una pensión vecina. Se presentaron también testigos que los habían visto discutir. La misma policía tenía varios expedientes de denuncias que las dos mujeres le habían puesto por razones diversas. Como nadie abría a la puerta, consiguieron una orden de cateo y allanaron el local. Encontraron la hachuela, con sangre de la víctima y un cajón con una colección de páginas de la crónica roja que abarcaba varios años. El cajón tenía doble fondo y en el compartimiento oculto, habían metódicamente ordenados, frascos con diversos “recuerdos” de otros asesinatos: cadenas, cédulas, prendas íntimas, fotografías e incluso, conservado en formol, un dedo meñique de una de las víctimas.
Apareció a los tres días; venía de uno de sus viajes y traía en un maletín una muda ensangrentada y prendas íntimas de su última víctima en un municipio lejano. Confesó todos sus crímenes; incluyendo el de la familia de Lucrecia y el del hijo de Renata, pero negó vehementemente haberla matado a ella. Pero el jurado no le creyó.
Aunque era un asesino que merecía ir a la cárcel, fue condenado por un crimen que no cometió.
María Cristina Uribe
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