UN PANORAMA DESOLADOR

Todas las mañanas salía de mi casa rumbo al trabajo, aunque no era que me gustara mucho ir, pero bueno, era mi obligación y debía cumplirla sino quería morirme de hambre y sin un peso en el bolsillo.

Caminar era lo que más  me apasionaba, por eso me levantaba temprano para poder irme caminando al trabajo, sin prisa y observando con calma todo aquello  que    en el camino me encontraba, el paisaje era majestuoso: grandes montañas, fincas enormes y muy bien decoradas, animales domésticos que descansaban tranquilos en las mangas de los vecinos; pues sino les había comentado yo vivía en el campo, ¡ah, tiempos aquellos!, deseo que algún día regresen. Como les  decía todo era maravilloso y lo  mejor era cuando pasaba por en frente de la finca de doña Magdalena; en el patio ella siempre estaba muy sonriente ordeñando su vaquita pintada, yo acostumbraba entrar a saludarla y ella me regalaba un vaso de leche calientita. Ese era mi desayuno preferido; luego continuaba mi camino hasta la oficina, allí no ocurría lo mismo: el panorama era desolador, hacía un calor impresionante, habían montañas de papeles esperando ser firmados y revisados. Mi jefe con su animada cara siempre me recibían con un ¡YA ESTÁN LISTOS LOS DOCUMENTOS!, éste era un gran saludo que destrozaba por completo el  placentero camino que había tenido cuando venía hacia el trabajo.

A las 8:00 en punto tenía que estar sentado en mi escritorio resolviendo los problemas del jefe, pero bueno, para eso me habían contratado.

Una mañana llegó a la oficina un extraño paquete y una carta dirigida a la señora Magdalena Mejía, los tomé en mis manos para observarlos, pero no pude encontrar quien la enviaba, el paquete estaba untado de una sustancia que hizo que mis manos quedaran marcadas, no puse mayor atención a lo sucedido y firmé el recibo y lo envié a la casa de doña Magdalena.

Muy cansado regresé a mi casa a continuar con mi tranquila vida, al llegar a la sala sentí que el cómodo sofá me llamaba y me invitaba a reposar un poco en él, así que no pude resistir la tentación y me recosté un rato. De pronto sentí que algo alumbraba mi rostro, me desperté y pude darme cuenta que había dormido toda la tarde y toda la noche; ya era de día nuevamente y debía iniciar mis labores diarias.

Cuando iba hacia mi trabajo, algo extraño ocurrió, por primera vez en muchísimos años doña Magdalena no estaba ordeñando su vaquita y mientras tanto ésta bramaba desesperada en el patio con su mirada fija en la puerta, como llamándola; pero ni siquiera las ventanas estaban abiertas. Me asusté un poco y decidí entrar, pues era muy extraño que doña Magdalena siendo las 7:00 a.m. aún no se hubiese levantado.- ¿estaría enferma?, pensé por unos instantes. Así que me dirigí hasta la puerta, toqué suavemente para no asustarla, pues ya estaba un poco anciana y casi nadie la visitaba y mucho menos tan temprano. Pasaron algunos segundos pero nadie me contestó, seguí intentándolo varias veces y nada. Quise abrir la puerta y noté que estaba sin seguro, entonces entré a la casa, con voz suave la llamé, pero no se sentía ruido alguno solo el eco de mi voz; de repente un fuerte viento cerró la puerta, tampoco puse mucha atención, pues nunca soy atento con las cosas que realmente lo necesitan; y empecé a buscar a la señora.

Abrí algunas puertas tratando de hallarla, busqué en el baño, en el desván y nada de ella; tremenda sorpresa me llevé cuando llegó la policía y me aprisionó por ser el autor intelectual de la muerte de Magdalena Mejía, no me dio  tiempo de nada, ni de entender lo que estaba ocurriendo. Me trataron como un perro, no me dejaron pronunciar palabra, todo cuanto intentaba decir era frenado con un fuerte golpe en mi espalda.

Al llegar a la inspección me pusieron unas pesadas cadenas en las manos, parecía un esclavo, me llevaron a una pieza muy pequeña, allí me dejaron solo por    casi dos horas, luego un hombre muy joven y aparentemente fuerte entró a la habitación y me interrogó. Me hizo muchas preguntas sobre la vida de doña Magdalena y sobre la mía, me dijo que habían recibido una llamada al amanecer donde reportaban la muerte de una anciana, al encontrarla hallaron en sus manos un extraño paquete y en él unas huellas marcadas que coincidían justo con las mías. Sentí que mi vida se estaba acabando poco a poco y fue peor cuando aquel hombre me dijo lo de la carta que estaba en el bolsillo de la señora, tenía exactamente la orden de la muerte de ella y claro: estaba firmada por mí,  me tendieron una trampa magnífica y yo caí en ella como un tonto, deduje desconsoladamente. Traté de defenderme, pero mis argumentos no fueron lo suficientemente contundentes para que me creyeran…

Ahora ya han pasado varios años después de aquel terrible incidente y  nunca vi el cuerpo de la víctima, y lo  peor es que en estos cinco años no he podido saber quién me hizo tanto daño.

Después de aquel día, como se lo imaginarán, nunca volví a mi oficina y mi jefe jamás dio muestras de querer saber de mí. Mientras tanto yo siempre me he conformado con estar bien y hacer  amigos, pues la vida en un reclusorio es bastante dura. La otra noche escuché a los guardias hablar sobre el preso número 0377, o sea yo, oí perfectamente  cuando dijeron que me iban a hacer una segunda audiencia y que era muy probable que me dejaran salir por buena conducta. Eso me dio una luz de esperanza  y después de mucho tiempo volví a sonreír.

La mañana del 4 de diciembre un guardia me llevó ante el director de la prisión, casi nunca lo había visto, era un hombre lúgubre, antipático y con un rostro que hacía temblar de miedo a cualquiera, incluso hasta el más valiente. Me hizo varias preguntas y al final me dijo que si deseaba salir de ese lugar, me pareció la pregunta más tonta de todas, pues ¿quién no hubiese querido salir de allí? Al escuchar mi respuesta sonrió levemente, realizó una llamada y firmó unos documentos, mientras tanto mi corazón temblaba, tenía miedo de ilusionarme y que todo fuera en vano, pero muy dentro de mí guardaba una gran ilusión. Me dejó solo en la oficina por algunos minutos, parecía que estuviera informándole a alguien de mi situación. Poco tiempo después llegó y  me pidió que firmara la orden de salida y que esperaba no volver a verme por ese lugar nunca más. Me quedé sin palabras, tanto así que ni las gracias le di, sólo corrí a mi celda, empaqué mis pocas pertenencias y di alabanzas al cielo por aquel milagro que por tanto tiempo había pedido. En mi mente sólo estaba el deseo de descubrir quién me había privado de mi libertad y por qué. 

Nuevamente  vi la cara de la vida, los presos que habían quedado adentro me silbaban y se despedían de mí, en el fondo me dieron lástima y no los miré para no sentir dolor. De pronto un fuerte disparo frenó mi paso hacia la liberación, caí al piso, tres guardias me rodearon y sentí un gran dolor en el pecho, me miré y un chorro vehemente de sangre brotaba de mí. No sé por cuanto tiempo estuve inconsciente, pero oía algunas voces que decían que no se podía hacer nada… me quería mover pero no podía mi cuerpo no me respondía, intentaba hablar pero todos mis esfuerzos eran inútiles, una voz particular llegó a mis oídos, era de una mujer, parecía mayor, hice un gran esfuerzo  y abrí mis ojos, pude ver a la anciana por cuya muerte me encerraron cinco años, sí, era ella y traía entre sus desgastadas manos un ramo de azucenas blancas muy blancas, las colocó en un florero de vidrio, mis ojos se fueron nublando súbitamente y ella acercó su mano derecha hacia mis ojos y me los cerró para siempre.

 

AL OTRO LADO…

 

“Mas allá una anciana se encontraba sentada a la sombra de un castaño y señalaba el camino a los visitantes”.

-         Es hora de dormir.

-         No abuelita cuéntame otra historia ¡si!

-         No mi niña es tarde y debes descansar…

…Y entonces mi abuela me abrigó bien y apagó la lámpara de mi cuarto.

Realmente no tenía sueño, el cuento que me había narrado mi abuela me había dejado muy inquieta, tenía muchas dudas que mi pequeña cabecita aún no lograba resolver. Al poco rato empezó a llover muy fuerte, el ruido de la lluvia me arrullaba  hasta que un gran sueño se apoderó de mí. Sentí que había llegado a una gran ciudad llamada Jerusalén, era un lugar muy especial, todas sus calles eran empedradas, la gente se vestía con túnicas y usaban turbantes en la cabeza para cubrirse del sol. El pueblo estaba rodeado por una gran fortaleza  hecha de barro que lo separaba de un  inmenso bosque con una gran variedad de árboles, entre los que pude reconocer vi unos hermosos pinos, algunas acacias y unos cuantos abetos, pero el árbol que  llamó más mi atención fue un enorme castaño que estaba ubicado justo en el centro, era majestuoso y daba una sombra que podría cubrir a cientos de personas; debajo de él habían alguna huellas que daban a entender que algo o alguien permanecía a allí.

Seguí mi recorrido por aquel lugar, mucha gente venía a visitar un extraño sepulcro,  pero como no sabía donde quedaba, se dirigían siempre al final de la muralla donde unos extraños símbolos señalaban el camino.

Ahí ocurría algo muy curioso, como  la fortaleza era tan alta le pagaban un poco de dinero a dos niños quienes tenían una balanza que les hacía posible observar por encima de ella. Yo no podía entender la necesidad de las personas de ver lo que había al otro lado de la ciudad. Más curioso me pareció cuando vi que en todo el centro de la balanza estaba durmiendo un pequeño cerdito, en uno de los extremos se subían hasta tres y cuatro personas, ¿cómo era posible  que solo dos niños pudieran levantarlo?; de pronto uno de los niños  se fue y trajo un poco de hierba mientras el otro recibía las monedas de las demás persona que estaban haciendo la fila. Con la hierba en la mano el niño llamó al cerdito diciéndole: “Moncho despierta es hora de comer”. El cerdito abrió sus ojos y empezó a caminar hasta donde estaba el niño y su alimento, poco a poco y a medida que avanzaba, el extremo de la balanza donde estaban las personas se fue levantando muy, muy alto. Era increíble que sólo un cerdito de poco peso lograra levantarlas sin hacer el más mínimo esfuerzo; mientras comía el animalito, el otro niño le introducía las monedas y los billetes que recibía por un agujero que tenía en su lomo ¡era su alcancía y podía moverse!; a la gente no parecía importarle mientras que yo estaba realmente intrigada y no aguanté la curiosidad, saqué algunas monedas que tenía en el bolsillo y me dispuse a hacer la fila para subir a la balanza y ver lo que había más allá, cuando iba a subir un señor me tomó en sus hombros para que pudiera observar con facilidad, también subió una señora, un hombre muy elegante, el panorama era fabuloso y al fondo se podía ver con claridad el hermoso castaño, bajo de él se encontraba una extraña mujer que señalaba a todos los visitantes el camino hacia el sepulcro, el cual sólo se divisaba desde lo alto del gran muro.

A lo lejos vi un caracol que avanzaba con paso lento hacia el lugar que señalaba la anciana, cuando me bajé de la balanza me dirigí hacia él, lo tomé en mis manos y un fuerte frío invadió  mi cuerpo.

Cuando abrí mis ojos me di cuenta que la fuerte lluvia había abierto la ventana de mi cuarto y entraba mucho frío, me levanté con cuidado  y la cerré muy bien, me acosté en  mi cama y dormí nuevamente. 

Marta Licinia Carmona

Decálogo del escritor, Augusto Monterroso (1921-2003)
 
Primero. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.

Segundo. No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.

Tercero. En ninguna circunstancia olvides el célebre dictum: "En literatura no hay nada escrito".

Cuarto. Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.

Quinto. Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.

Sexto. Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.

Séptimo. No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.

Octavo. Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.

Noveno. Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.

Décimo. Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.

Undécimo. No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.

Duodécimo. Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratara de tocarte el saco en la calle, ni te señalara con el dedo en el supermercado.
 
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