EL CASO DEL LAGO

Rápidamente y muy agitada caminaba una joven mujer por aquella oscura y solitaria calle que quedaba cerca del lago, y en el lúgubre silencio de la noche, testigo muda de un acto infame, se  oían los latidos de su corazón, el eco de su respiración, su rostro pálido reflejaba la incertidumbre y el terror de aquellas escenas que quería borrar para siempre de su mente. De repente se detuvo, miró atrás y pensó por un momento en continuar la fuga, pero aquel cuerpo pálido e inmóvil del camino tenía cierto aire familiar que le era difícil comprender; justo en ese instante decidió dar marcha atrás y regresar a aquel lugar.

 

Pero… ¿cómo ir sola?, pensaba,  si las piernas le temblaban y un frío  sepulcral recorría cada uno de  los poros de su cuerpo; desde  la cabeza hasta   la punta de los pies, aun así era la hora de dejar los temores colgados de las ramas de los árboles y tirar al lago su frío sudor, se puso el traje de valentía y tomó el valor del  guerrero, lentamente deshizo  uno a uno los pasos que la separaban de aquel fatídico lugar, en unos cuantos minutos se encontró nuevamente al lado de aquel cuerpo que sorpresivamente se había interpuesto en su camino; lo observó con una tranquila y fingida naturaleza, y entre más lo miraba se apoderaba de ella esa terrible sensación de que le era conocido; pero ¿dónde lo bahía visto antes?, ¿quién era ese misterioso hombre que le generaba cierta intranquilidad?, ¿por qué sentía esa apacible tristeza?, eran algunas preguntas que se hacía, sin hallar respuesta. Entonces se revistió nuevamente de coraje y cuando estaba a punto  de dar  solución a sus preguntas, una luz  la sorprendió y aumentó más su terror, sentía que habían descubierto un terrible secreto que deseaba esconder. Una brusca voz le ordenó quedarse en el sitio que estaba, era la policía; mil ideas cruzaron por su mente, no sabía cómo iba a explicar el por qué de su presencia en ese lugar, su rostro palideció aún más, su terror  y nerviosismo eran evidentes, y las circunstancias la convertían en la principal sospechosa de aquel crimen, no sabía qué hacer, pensó en huir, pero darse a la fuga con algunos juguetes apuntando a su cabeza era demasiado peligroso, además si lo hacía daba por hecho que era culpable; aquel hombre de facciones bruscas y voz gruesa la detuvo y la llevó a la estación más cercana.

 

Después de ser asfixiada por tantas preguntas que la confundían aún más, la tristeza de no saber cómo era el hombre asesinado era lo único que la atormentaba, ya que no le importaba estar detenida, finalmente su madre era magistrado de la corte y muy pronto vendría por ella, luego de un prologado silencio repicó su celular; era su hermana que con voz temblorosa y ahogada en llanto le decía que  su padre había sido asesinado  en extrañas circunstancias y que en el lugar de los hechos una mujer había sido capturada como la posible autora del horrible crimen. A medida que Daniela, su hermana, describía el lugar de los hechos, confirmaba sus terribles sospechas: la mujer sindicada era ella y aquel cuerpo que yacía inerte en la calle era el de su padre, aquel hombre que desde niñas las había  abandonado y al cual no veía hace muchos años; ahora comprendía con asombro esa misteriosa sensación que tuvo desde que lo vio allí. Todo era absurdo y sin sentido,  la vida la había puesto justamente en ese lugar, era casualidad o todo estaba premeditado por el destino,  y era ella precisamente su hija la principal sospechosa.

 

Luego de un instante de silencio, con lágrimas en los ojos, le dijo a Daniela que la mujer detenida era ella y brevemente le contó lo sucedido. Esa noche la pasó en la estación, su madre hacía todo lo posible por comprobar que el hombre era el padre de su hija, pero una extraña llamada al comandante y una carta que llegó a la oficina, donde confirmaban que ella era inocente y que la verdadera asesina estaba suelta; los resultados de la investigación la dejaron en libertad, pues no había ninguna prueba que la incriminara. Su felicidad no era completa, ya que después de todo aquel hombre muerto era su padre, ahora tenía la tarea de investigar y descubrir al asesino. Los días en la estación le ayudaron a reflexionar y a comenzar  a atar cabos; recordó que cuando estaba cerca de llegar al sitio donde estaba el cadáver, una silueta se desvanecía en la noche; concluía que era una mujer, pues aún permanecía el olor a esa loción de dama que le era conocida mezclada con el olor de la tibia sangre, además en medio de la oscuridad aún se podía ver las pisadas pequeñas de unos tacones y la nota enviada a la estación decía que la asesina estaba en libertad; para Frida no había duda: era una mujer, pero ¿quién era y qué motivos tenía para haber matado a su padre?, todo daba vueltas en su cabeza, su mente estaba hecha un mar de pensamientos y su incertidumbre deambulaba en un laberinto sin salida. Pasaron algunos días y todo seguía igual.

 

Una mañana se levantó muy temprano y fue al cuarto de su madre, ella había salido al trabajo, desde el incidente no la había visto; pues Frida prefirió encerrarse en su habitación, esa mañana al sentir el olor fresco de la loción de su madre llegó la imagen de aquella espantosa noche y tuvo una terrible sospecha.  En medio de su confusión trataba de obtener respuestas y navegando en sus pensamientos, recordó algo de su infancia, en cierta ocasión su madre había comentado que su padre las había abandonado por otra mujer, en la cartera de su madre encontró un papel escrito con sangre donde juraba vengarse de él por honor.  Cada día que pasaba estaba más cerca de la verdad y pensaba en cada una de las actitudes de su madre en el funesto día, y recordó que ella había recibido una misteriosa llamada que la puso muy nerviosa, y que luego de un rato salió con un rostro burlón diciendo que por fin había llegado la hora.

Solamente le faltaba una prueba contundente para desenmascarar a su madre, y en un descuido entró nuevamente al cuarto y abrió aquel misterioso baúl que no dejaba ver de nadie, era increíble lo que había encontrado: unos guantes con sangre vieja; seguramente era la de su padre. Muy confundida  dio aviso a la policía, y en menos de una hora su madre estaba detenida; con los análisis a los guantes determinaron que era la sangre de aquel hombre. La madre de Frida no tuvo otra salida y se declaró culpable,  el caso del lago estaba resuelto: la hija encontró muerto al padre y la misma hija descubrió que la asesina era su madre; aquella mujer que amaba con el corazón. Frida entendió el por qué de la extraña llamada y la nota que llegó a la estación.

 

Leidis Cruz García

Decálogo del escritor, Augusto Monterroso (1921-2003)
 
Primero. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.

Segundo. No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.

Tercero. En ninguna circunstancia olvides el célebre dictum: "En literatura no hay nada escrito".

Cuarto. Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.

Quinto. Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.

Sexto. Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.

Séptimo. No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.

Octavo. Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.

Noveno. Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.

Décimo. Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.

Undécimo. No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.

Duodécimo. Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratara de tocarte el saco en la calle, ni te señalara con el dedo en el supermercado.
 
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